¿Ves el pez saltando de una pecera a otra? Se decidió a arriesgar para llegar a otra más grande. ¿Lo logrará? Las respuestas que podemos tener son muy variadas. Algunos dirán que sí, otros que no. Pero las posibilidades de respuesta no acaban allí.
Habrá quien diga que no le importa. Otro puede preguntarse si arriesgar de esa manera vale la pena. Hay quien puede decir que mejor no hubiera saltado, o que saltar era necesario para hacer un cambio y que el pez tomó una buena decisión.
Nuestra vida es un constante proceso de decidir y arriesgar. Decidimos qué ropa ponernos, qué ruta tomamos para ir al trabajo, qué cremas echamos a nuestro sándwich, qué carrera estudiar, hacer o aceptar una propuesta de matrimonio, qué nombre poner a nuestro hijo, en que colegio inscribirlos… decisiones que van desde las intrascendentes hasta las trascendentales. Generalmente estas últimas son las que tienen un mayor grado de incertidumbre, pero igual hay que arriesgar y decidir.
Arriesgar a emprender un negocio propio, hacer empresa y dejar de trabajar para alguien es una de las decisiones que más debe costar, pero “para ganar hay que arriesgar”. Y nos damos cuenta que la prudencia, la línea que marca el límite entre la seguridad y el riesgo, es muy delgada y se mueve de un lado a otro dependiendo de lo vehementes o cautelosos que seamos.
En un mundo que cambia constantemente a una velocidad vertiginosa, la única estrategia que tiene garantizado el fracaso es no arriesgar. Es cierto, sin embargo, que nadie prueba la profundidad del río con ambos pies. No hay un manual de riesgo calculado. Tenemos que manejarnos en un término medio: ni tan cerca de quemarnos, ni tan lejos de enfriarnos. Y todos somos diferentes: tenemos diferente tolerancia al frío y al calor. Por consiguiente, debemos decidir cada uno a qué distancia queremos colocarnos, cuánto es lo que queremos arriesgar.
¿Conclusión? Hay que tomar riesgos. Si ganas, serás feliz. Si pierdes, serás sabio.